jueves, 21 de agosto de 2014

¡Renuévanos Señor!



Hoy deseo hacer eco de un par de líneas del salmo 51(50) que proclamamos hoy:

"Crea en mí, Dios mío, un corazón puro,
y renueva la firmeza de mi espíritu."

¡Cuán poderosas son estas palabras Señor!
Tú las pones en mi boca,
grábalas en mi corazón.
Dame un corazón puro, para amar como tú amas,
para servir como tú lo esperas, sin condiciones, sin esperar nada a cambio.
Dame un corazón puro para perdonar a otros;
permíteme entregar la misericordia que tú me regalas cada día,
y ser más humana con mi hermano, a pesar de sus yerros y ofensas.
Dame un corazón puro para desear bien por mal,
para no buscar la venganza, ni el rencor que envenena el alma.

Renueva la firmeza de mi espíritu,
porque soy débil y sin tu gracia no puedo nada.
Todo lo bueno, viene de tí mi Señor,
haz que nunca me canse de buscarte, de seguirte, de amarte.
En los peores momentos de mi vida,
aunque mi cielo se torne gris y mi camino pesado,
renueva la firmeza de mi espíritu,
que no quiera yo negarte,
sino recordar siempre las maravillas que has obrado en mi vida.
Que mi fe sea grande y fuerte,
para no dudar nunca de tu amor, de tu presencia, de tu perfecta providencia.
Renueva la firmeza de mi espíritu, 
para ser siempre reflejo de tu amor,
del gozo y la paz que sólo vienen de tí.


Fotografía y oración de Irina Orellana

lunes, 18 de agosto de 2014

Si quieres ser perfecto y feliz...



Cuando escucho el Evangelio que ha dispuesto la Iglesia para este día, con respecto al joven rico y su pregunta hacia Jesús, sobre qué hacer para obtener la vida eterna (Mt.19, 16-22), no puedo evitar sentirme tan identificada con este joven rico (no por las riquezas, sino porque todo lo necesario para vivir dignamente, lo tengo). Lo tiene todo, y cualquiera diría que no necesita nada más. Sin embargo, siente muy dentro de sí que no está completo, que falta algo sumamente importante en su existencia: la garantía de una vida eterna, esa que ningún dinero puede comprar. 

Y Jesús es enfático, esta vez no usa parábolas, responde claramente: "vende todo lo que tienes y dalo a los pobres: así tendrás un tesoro en el cielo. Después ven y sígueme"

Es acá cuando reflexiono sobre el peso que el apego a los bienes materiales ocasiona. Cuando éstos se convierten en señores y amos de nuestra voluntad, e impiden el mejor de los bienes en nuestra vida. Verdaderamente, no somos de este mundo, y vivimos la vida como si nunca habremos de partir. Y después del paso por esta tierra, ¿Acaso podremos llevarnos algo de todo lo acumulado? ¿No resulta entonces lógico empezar a liberarnos de tantas ataduras y apegos?

Nunca es tarde para empezar a apostar por los valores más grandes y sublimes, por una relación con Dios más cercana, más auténtica, basada en el desapego, en el amor y servicio a los más necesitados (puede ser que estén a nuestro lado, en nuestra propia familia). No terminemos como el joven rico, triste por saber que deberá desprenderse de todo lo material, para ganar lo más importante: la vida eterna. Y luego, seguir a Jesús, cambiar de vida, negarse a sí mismo. Esto no es imposible; muchos santos ya nos lo han demostrado. ¡Pidamos la gracia del saber desprendernos!